Editor’s note: This article is also published in English on Glasstire. Find that here.
Nota del editor: Este artículo se publicó originalmente en inglés en Glasstire el 29 de octubre del 2024.
Traducción de Viera Khovliáguina y Yolanda Fauvet
Frida Kahlo luce una chaqueta con estampado de vaca, sostiene una botella grande de vermouth Cinzano. Lleva el cabello corto, a la pixie. Te mira directamente. Esta es una Frida fuera del tiempo; una figura que sabemos que dejó su marca en la primera parte del siglo XXI, pero tras el lente de Lucienne Bloch se siente menos como un gigante esquivo de la historia del arte y más como una amiga del presente; mordaz y con estilo; la que, al pedirle que lleve lo que sea a la fiesta, aparece con el vermouth. Frida with Cinzano Bottle [Frida con la botella de Cinzano] (1935) no representa una intimidad artificiosa; es un retrato de Frida en manos de su amiga Lucienne, quien la conoció en su hogar, en su matrimonio y por medio de una correspondencia que duró décadas. La fotografía en Portraits of Frida by Lucienne Bloch and Nickolas Muray [Retratos de Frida por Lucienne Bloch y Nickolas Muray] de la galería Photographs Do Not Bend (Las Fotografías No Se Doblan; PDNB, por sus siglas en inglés) reta a nuestra percepción de la artista que llegamos a conocer a través de la insularidad de sus autorretratos y de la infamia de su figura pública. En PDNB se nos presenta una nueva y silenciosa cercanía con Frida Kahlo a través del lente de una amiga y a través del lente de un amante, quienes nos ofrecen imágenes de Frida en cuartos de hotel, cruces fronterizos y en medio de la creación de su propia vida (su obra, su estudio, su adorado venado mascota). La exhibición abre con tres fotos que encapsulan la evolución de la vida de Frida en los 1930. En Frida Winking [Frida guiñando el ojo] (1933, Bloch), una fotografía en blanco y negro, una Frida de 26 años le lanza un guiño juguetón a la cámara; ante ella cuelga una campana, otra capa en el abarrotado encuadre. En un retrato de algunos años antes, se le ve sentada con soltura; de postura segura, un cigarro suspendido de sus dedos (Frida at the Barbizon Plaza Hotel [Frida en el Plaza Hotel Barbizon], 1931, Bloch). Detrás de ella cuelga uno de sus retratos tempranos, con el cual combina, con su camisa blanca y su collar de cuentas, aparentemente haciendo cosplay de sí misma. Su expresión descansa en el precipicio de una sonrisa. En medio de estas dos obras está Frida with Picasso Earrings [Frida con aretes de Picasso], de Muray (1939), un estudio de color de las manos: una presionada levemente sobre su cuello y dos que cuelgan de sus orejas, un obsequio de Pablo Picasso. PDNB descarta tanto la cronología como la delimitación seccional entre Muray y Bloch en su disposición de las imágenes. En vez de ello, la vida de Frida se nos presenta plegándose a través del tiempo y de los observadores. A los veintiséis, a los treinta y tres, a los veinticuatro; Bloch, Muray, amiga, amante; la juventud y el célebre Barbizon; un momento lúdico luego de años de pérdida personal; el cierre de una década tras las exposiciones en Nueva York y París: la yuxtaposición de la obra de Muray frente a dos fotos de Bloch de mediados de los treinta aportan pistas sobre la evolución tanto personal como profesional de Frida durante esos ocho años. Cuando Kahlo se muda recién a Estados Unidos en 1930, su identidad como artista se ve oscurecida por el estatus de su nuevo esposo, el renombrado muralista Diego Rivera. Con el avance de la década, el interés de Frida por el mundo del arte se solidifica más mientras plasma sobre el lienzo la turbulencia de su salud y de su relación con Rivera.Se nos han dado muchas representaciones de Frida a través de los años, a menudo de la mano de Frida misma en sus pinturas que retratan la angustia por el aborto (La cama volando, 1932), por la infertilidad (Frida y el aborto, 1932), por el dolor crónico (La columna rota, 1944), por su divorcio de Diego (Las dos Fridas, 1939). Diego también introduce discretamente a Frida en su obra, aunque oscurecida como representación de las masas; la disfraza de activista en su mural de la Secretaría de Educación Pública (1928) y en su mural Historia de México a través de los siglos en el Palacio Nacional. Portraits of Frida se ancla con algunos retratos icónicos de Muray (Frida on White Bench, New York [Frida en banca blanca, Nueva York], 1939; Frida Kahlo with Magenta Rebozo, New York [Frida Kahlo con un rebozo magenta, Nueva York], 1939; Frida with Granizo [Frida con Granizo], 1939) pero la muestra se interesa más por sus momentos inescrutables.
Portraits of Frida es reveladora en su ternura. La juventud y el carácter lúdico de Frida son casi inquietantes; es como si nos hubieran otorgado libre acceso a los entremedios de su vida. Bloch y Muray tienen sus modos particulares de enmarcarla. Bloch la pilla en medio de su vida: en un abrazo con Diego, mientras mastica su collar, sentada sobre un radiador en la Nueva Escuela de Trabajadores. Las fotos de Bloch se sienten palpablemente orgánicas; evocan los a veces gentiles, a veces hostiles ritmos de la etapa de los veintes; de los veintes de Frida, plagados de movimiento por Estados Unidos, de traiciones románticas, de coqueteos, de trabajo, de política y de pérdidas. Los retratos de Muray están estilizados, vivos, y contemplan a Frida centrada en una seguridad bien fundada. Hay una sensualidad madura y una mirada desinteresada que casi parecen retar al espectador. En los retratos de Muray, Frida a menudo se toca a sí misma.
Nos rodean muchos testigos de nuestras vidas: lo más documentado son los testimonios hechos por nuestras parejas y por nuestra propia mano. Uno de los logros más conmovedores de Frida como artista fue el filo con el que se atestiguó a sí misma. No vaciló al retratar las cicatrices físicas y emocionales que había acumulado y no rehuyó de las realidades grotescas de su vida, de toda su vida. Frida se miró de adentro para afuera, sus órganos fuera de su cuerpo, sus venas al conectar con la tierra. Se vio a sí misma partida por el dolor, sentada en compañía de dioses e ídolos y rodeada de inocentes y no tan inocentes. Mucho de nuestro conocimiento de Frida proviene de su compromiso con la introspección a través del retrato a lo largo de su vida. Su estilo surrealista, su humor negro y su desinhibido rango de temáticas ha perdurado.
El ser retratada por una misma con un sentido de intencionalidad y luego participar en la acción de ser retratada por otro, por el flash de un lente, quizás pueda sentirse reductivo. Pero los retratos de Bloch y Muray no son destellos frívolos de Frida, puesto que ellos no eran sólo fotógrafos sino testigos de su vida. Bloch escuchó los lamentos de Frida en la habitación contigua cuando tuvo un aborto en Detroit. Miraron un eclipse juntas (y Frida expresó lo que muchos de nosotros tenemos miedo de decir cuando se trata de la fanfarria de los eclipses: “¿Eso es todo?”). Bloch acompañó a Frida en un viaje transcontinental de Detroit a la Ciudad de México ante la noticia de la muerte imperante de la madre de Frida. En algún punto, quedaron varadas en la frontera esperando por un autobús de conexión que las llevaría a México. La sensación de quedar suspendida en una de las fronteras más contenciosas de la Historia quedó descrita en Autorretrato en la frontera entre México y Estados Unidos (1932), donde detalla las historias industriales y antropológicas de ambas naciones; aparece Frida al centro, porta un vestido rosa de olanes, guantes largos sin dedos y un cigarrillo. Bloch también capturó Frida at the Border [Frida en la frontera] (1932), donde las preocupaciones de la frontera están menos afianzadas y son más inmediatas: una hija espera con impaciencia por la conexión con su madre moribunda.Bloch fue testigo de las arduas realidades de los inicios de la vida adulta de Frida, como compañera de cuarto y como confidente. En la PDNB, los retratos de Bloch aterrizan a una mujer legendaria en la realidad, en algo contemporáneo; a la amiga en una relación tóxica, a quien es el alma de la fiesta, una apasionada por la política que aviva el fuego e intenta construir algo para sí misma y trae consigo un vermouth. Para Lucienne Bloch esta amiga fue Frida Kahlo.
De las muchas aventuras de Frida, Muray fue quizás la más significativa; un vaivén que duró diez años y al final dejó tanto congoja como arte. En medio del romance, hubo una amistad, cartas y préstamos; mantuvieron una relación amistosa a pesar de sus enredos románticos, una amistad que sin duda fue teñida por aquellos enredos. Mientras el matrimonio de Frida con Diego se descosía y se volvía a coser, la correspondencia con Muray era transparente y vulnerable y quizás con un tinte manipulador (“No vayas a Coney Island con ella, en especial al Half Moon”). En 1939 Muray capturó a Frida en la que se convertiría en una de las fotos más icónicas de la artista: Frida on White Bench. En ella, se le ve envuelta de suavidad, cubierta de telas e inmersa en los motivos florales que adornan el fondo y el primer plano. Al año siguiente, Frida le envió a Muray un retrato de sí misma con un collar de espinas, Autorretrato con collar de espinas y colibrí (1940); a sus costados hay un mono y un gato negro encorvado. Frida nunca perdió de vista sus bordes. A diferencia de los retratos en blanco y negro de Bloch, los de Muray remiten a las pinturas de Frida tanto en su composición como en sus componentes coloridos. Pero allí donde la obra de Frida se compromete con las resonancias fisiológicas de la naturaleza, sus baratijas y sus mascotas, el lente de Muray aporta un filtro más emocional a estos intereses. Bajo el lente de su amante, Frida luce perpleja, impaciente y preciosa. Es evidente que la visión que Muray tiene de Frida en sus retratos es la de una figura hipnotizante; incluso en Frida Painting “Me and My Parrots” [Frida pintando “Yo y mis pericos”] (1941), Muray no puede quitarle los ojos de encima.
¿Cómo es que somos vistos? No, ¿cómo es que se nos revela? ¿Quién nos revela? Gran parte del legado de Kahlo tiene raíces hondas en el dolor, pero en los retratos de Bloch y de Muray se nos otorga el privilegio de contemplar otras caras de la identidad de Frida, al margen de su dolor (o tal vez como cohabitantes de su dolor). Una Frida con humor, con vicios (más allá de Diego); en los retratos de la galería PDNB podemos hallar a una Frida casual.Exhibiciones recientes de Frida se inclinan por el espectáculo de su obra y su expresión personal, y esto ciertamente tiene su lugar. Frida era extremadamente intencional en los modos estéticos que imbuyó en su hogar, en su guardarropa y en su trabajo. Pero PDNB ofrece una experiencia simplificada de Frida: algo sutil pero no menos vivo. Podemos ver a Frida menos delimitada por su dolor o por su relación con Diego y con sus demonios, y lo que florece es la parte de ella que pulsa dentro de su obra: su ingenio, su franqueza y el análisis eterno del individuo.
Portraits of Frida by Lucienne Bloch and Nickolas Muray está expuesta en la galería PDNB hasta el 9 de noviembre.